Cuando le ví supe que era para mí; estaba comiendo el bocadillo de salchichón que mi
madre me preparaba todos los días en el patio del colegio, conmigo estaban Marta y
Dani dando cuenta de los suyos. Di un mordisco a mi bocadillo y mire al frente, y ahí
estaba él.
Nunca le había visto; era mayor que nosotros. Supuse que estaba un par de cursos por
encima nuestro. El sol daba de lleno sobre su cabello, negro y rizado. Nos estaba
mirando y quedé prendida de su mirada
.
Dani, siempre tan amable le gritó “¡Que miras, pasmao”. Le lance una mirada asesina y
él me correspondió sacándome la lengua.
Se acerco a nosotros y sonrió, “ Nene, te puedes tragar el bocadillo de un golpe”, le dijo
a Dani que salió huyendo en dirección a
avestruz para que nos dedicáramos a comernos el bocadillo y no a sacarnos los ojos
unos a otros, y disimuladamente se escondió detrás de su inmensidad. Desde allí se
dedicó a vigilarnos mientras terminaba su bocata.
Mientras, yo miraba al chico moreno que divertido me devolvía una mirada
penetrantemente negra.
-¿Qué miras?- me dijo, acercándose a nosotras.
-A ti- le respondí, retadora.
-¿Cómo te llamas? Yo me llamo Jaime.
-Amanda- le contesté, y como un eco, Marta dijo su nombre.
Él apenas la miró – Es un nombre muy bonito, Amanda-repitió como saboreándolo- Tu
vives muy cerca de mí, te he visto salir del portal con tu madre. Si quieres, volvemos
juntos….
Yo, tímida como nunca lo había sido, musité un “vale” asustado. A la salida del colegio,
allí estaba él esperándome, y allí estuvo durante los seis años siguientes, hasta que
terminé el bachillerato y después de pasar el COU me matriculé en la facultad.
Jaime había dejado de estudiar, hizo unas oposiciones y entró a trabajar en un Banco.
Seguía esperándome a la puerta de mi casa todos los días y todo el mundo, incluso
nosotros, dábamos por sentado que dentro de unos años pasaríamos por el altar.
Pero la vida es caprichosa y en el camino de Jaime se cruzó algo inesperado; Andrés.
Andrés era compañero de Jaime y en sus ratos libres se dedicaba a algo que ahora está
muy de moda, pero en aquellos años a quiénes lo practicaban se les consideraba raritos.
Iba casi todos los días a un albergue de indigentes, donde ayudaba a servir la comida y a
dar conversación a las almas perdidas que por allí pululaban.
Jaime le acompañó un día, esperando que terminara pronto y pudieran ir a tomar unas
cañas, pero algo entró muy dentro de él, y a partir de ese momento, Jaime vivió para
esas horas.
Yo sentía que aquello le estaba apartando de mí, y en un arrebato de ira, le conminé a
que lo abandonara, a que todo volviera a ser como antes. Jaime me miró muy serio, y
me dijo que no podía abandonar aquello, que si yo no lo aceptaba……
Y yo no lo acepté, Jaime desapareció de mi vida en un suspiro. Pero sólo tenía
dieciocho años y la vida por delante, conocí nuevos compañeros, nuevos amigos,
nuevos novios…pero ninguno ahondó en mi corazón.
Y aquí estoy, a la puerta de uno de esos albergues. No, no vengo a buscar a Jaime,
vengo a buscar ayuda. No se cuando empezó, ni porqué, pero cuando quise darme
cuenta mi vida me había abandonado, y en su lugar las botellas y las noches en blanco
pasaron a acompañarme. Entré en un círculo vicioso del que no he sabido salir, a decir
verdad, no he querido salir, hasta hoy.
Pero hoy traspasaré esa puerta, me acercaré la pequeña mesa y pediré comida, me harán
pasar por la administración, y me harán unas preguntas a las que contestaré
avergonzada.
Después tendré que pasar por la ducha, ¿Me volverá a gustar sentir el agua tibia correr
por mi cuerpo? Ya limpia, pasaré al comedor. Me sentaré al lado de cualquiera, con la
cabeza gacha; los voluntarios empezarán a repartir la comida, y cuando uno de ellos
llegue hasta mí, levantaré los ojos y encontraré una mirada penetrantemente negra.
(Morgaana)